miércoles, 23 de marzo de 2011

Ficción: Wancarima Braganza (Andrés Paredes)



Wancarima Braganza


Andrés Paredes




Los más viejos habitantes de la orilla sur del Hablador todavía no se acostumbraban al estruendo laborioso de los pistones ni al agudo silbido del vapor. Para ellos, la serpiente de acero que los despertaba a las seis de la mañana solo significaba una cosa: una blasfema interrupción del canto matutino al Sol que debía escucharse a esa hora desde todos los templos de la capitalina y polvorienta Pachacamac. El cansancio y el celo religioso dio lugar a la formación de un grupo compuesto por ancianos, tradicionalistas conservadores y algunos jóvenes aburridos con simples ganas de pelea o tener algo de qué ufanarse ante las chicas. Una mañana de agosto, llegaron a la plaza de rituales en medio del amanecer nuboso. Una voz con acento marcial comenzaba a poner algo de orden a la masa. Provenía de un viejo de secos pellejos, ojos saltones y la cicatriz de una herida de guerra en el pómulo izquierdo. Usaba un costoso y fino tokapu, un cinturón de la vieja usanza abolido por las Leyes de Uchos que mostraba además de su elevado rango social, la pertenencia a la vestigial y casi extinta ideología cuzqueñista. La forma en que daba órdenes delataba una formación militar de sabor clásico, y quizá la veteranía de alguna guerra tan vieja como la de Panamá. A su alrededor, el amorfo centenar de personas comenzó a tomar la forma de rudimentarias columnas ordenadas partiendo de él como centro, el símbolo de la irradiación de poder solar en la fase de estrategia de campo según las antiguas ordenanzas. Las columnas pronto cobraron vida propia y se separaron del centro. Otra muestra de formación clásica: el sol dando órdenes a las serpientes.


Una brigada del Cuerpo de Centinelas había sido desplegada a lo largo de puntos estratégicos del recorrido. Posiblemente algún tucuyricuy de la zona había tenido la ocasión de infiltrarse en las redes de organización del barrio, informándose de una conspiración masiva contra la nueva adquisición, símbolo del renovador espíritu del Soberano. Para sorpresa del Jefe Centinela, que esperaba una masa de revoltosos en los que pudiera hincar los dientes de sus contingentes dispersa-turbas, lo aguardaba una relativamente bien manejada red de vigías vecinales, que observaban todos sus movimientos desde los tejados de sus casas y se comunicaban entre sí por medio del sistema telegráfico de linternas y espejos, el mismo que se usa para los recados y pequeños encargos del barrio. La chusma violenta que debía congregarse según los informes, no daba señales de aparecer. El Jefe Centinela tuvo un mal presentimiento, pero sus órdenes eran precisas: la locomotora y sus vagones de carga no podían ser dañados de ninguna manera.


Escondido en una de las casas cercanas al recorrido del tren, el anciano de pellejos secos recibió las señales de los espejos telegráficos, de resplandores y parpadeos rítmicos: los centinelas han llegado a los linderos del barrio y se comenzaban a ubicar en los emplazamientos más cercanos a la vía férrea. Parpadeos de otro espejo: son como unos treinta, con las insignias de los dispersa-turbas. Una sonrisa fue arrancada de las vetustas facciones del viejo, que sabía muy bien que los dispersa-turbas son poco efectivos en un escenario urbano. Más parpadeos; que cuiden a mi Walliqui. Alguien no sabe, pensó el viejo, que los espejos del barrio por esta vez no se encontraban al servicio de sus dueños particulares, sino para dar una lección a la serpiente blasfema. Un espejo parpadeó de manera extraña y su pequeña luz pronto desapareció en chispazos. Segundos después, el ruido de un disparo. Los demás espejos comenzaron a transmitir mensajes frenéticos. Los Centinelas abrían fuego contra los … chispas, balazo y adiós otro espejo. Que estaban corriendo por la callejuela de … ¡chac! Interrumpido por otro balazo . Quien va a reemplazar el telégrafo de mi negocio en caso de… esquirlas, balazo, mensaje terminado.


El coro de un templo comenzó a escucharse a lo lejos con las notas iniciales del “Brillante Padre Sol” para segundos después unirse el coro de otro templo, a los dos segundos otro más y muy pronto una multitud de coros provenientes de todos los templos de la ciudad. La disonancia inicial dio paso a una pronta coordinación de todas las voces, a las que se sumaban poco a poco los feligreses madrugadores en muchas casas de toda la ciudad. Pachacamac retumbaba en el atronador amanecer musical que espantaba a los pájaros como un monstruo incorpóreo, mientras se esparcía como una mancha de aceite por toda la ciudad. La letra de la canción era indistinguible en la mezcla masiva de tan distintas fuentes, a pesar que los coros de los templos servían para guiarlas. Pero la melodía sí se distinguía con la claridad de cien mil gargantas esforzadas en notas muy parecidas. Algunos materiales hacían una sutil resonancia en ciertas partes de la entonación, de manera que el vidrio, la madera, o el adobe de la ciudad por momentos aportaban sus particulares vibraciones, como armónicos no planeados. Por la orilla sur del Hablador, el silbato de la locomotora comenzó a cortar como la tijera de un sastre el tejido sonoro que alcanzaba los linderos de las vías férreas.


El Jefe de Centinelas miraba a través de su catalejo la llegada del tren al área establecida como peligrosa: una aglomeración de casas de barro al margen del recorrido del tren. El sonido de la poderosa máquina de hierro se adelantaba a su aún más imponente visión: un verdadero dragón metálico que avanzaba con potencia arrolladora, dejando atrás el negro aliento del carbón digerido en sus fauces. Más alto que cuatro hombres y ancho como una casa, estaba forjado y construido para arrastrar tanta carga como cien mil siervos mitimaes. El retumbar de su paso era como un trueno que salía de la tierra hacia el cielo. Parecía la venganza de los hombres del Mundo de en Medio contra los Señores Hananpacha de las alturas: un titán concebido para realizar las proezas que las divinidades se negaban a hacer. El sonido de un golpe contra la coraza del gigante avisó que había comenzado un ataque de piedras en su contra. De algunas casas comenzaron a llover objetos que hacía poca o ninguna mella en la negra capa de la máquina: candelabros, piedras de moler, objetos de herrería, incluso pesadas urnas de alfarería. El Jefe hizo una señal.


Los centinelas comenzaron a incursionar casa por casa para atrapar a los atacantes y saboteadores. Uniformados con paños negros, una capa-poncho rojo ladrillo y cascos de acero, repartían golpes con sus porras de madera a todas las cabezas que se asomaban por su paso. Algunos tenían que usar sus pistolas para abrir puertas aseguradas con cerradura, algo ilegal cuando se declara una zona como área de incursión de centinelas. Aterrorizados por el ruido de los disparos, muchos habitantes que no habían tomado partido en el enfrentamiento salían de sus casas con las manos en alto, solo para recibir porrazos al ser confundidos con atacantes rendidos. Al cabo de algunos minutos, la fuerza entera de los dispersa-turbas se había trabado en un lento y pesado operativo urbano. El viejo de pellejos secos así lo esperaba e hizo una señal. Una turba salió de varios escondrijos muy cerca a las vías. Organizados en cuatro columnas, empujaban una roca gigantesca, oculta hasta ahora en las bodegas de una casa cercana.


La canción matutina había cesado pero se escuchaba otro coro rítmico y marcial. Eran casi cuarenta personas que arrastraban a un paso lento pero seguro el obstáculo que pondría fin al viaje de la blasfema serpiente metálica: una mole rocosa casi del tamaño de la locomotora. El trineo humano terminó la parte ligeramente cuesta arriba, lo más difícil del recorrido. Desde muchas casas, el ruido del dolor y los huesos crujientes por los golpes llegaba como un amortiguado y distante sonido. Los centinelas seguían ocupados luchando contra algunos pobladores, involucrados y no involucrados mezclados en un acto de mero caos. El Jefe de los centinelas se dio cuenta demasiado tarde que no podía contar con sus hombres para detener el enorme peligro que caminaba con ochenta pies y una sola voz de ánimo.


A pocos metros de las vías del tren, sonó un disparo. Un pedacito de la pesada roca saltó en esquirlas. Ochenta pies titubearon y se detuvieron. La voz de alto del Jefe de Centinelas y su segundo al mando se hacía más fuerte, mientras ambos avanzaban con sus pistolas desenfundadas. Se escucharon dos balazos más y la turba se dispersó rápidamente, salvo una sola persona: el viejo de pellejos secos. Desobedeciendo al oficial de los centinelas, el viejo avanzó hacia las vías del tren. El silbato de la maquinaria se hizo más fuerte, y se fundió con el grito del Jefe de Centinelas, que corría hacia el viejo lo más veloz que podía. Los pellejos secos del rostro del anciano no mostraban más emoción que el recuerdo de un desprecio aristocrático no solo por el agente del orden, sino por el mismo tren que aparecía ya por un recodo de la vía, sucedida por una larga columna de humo negro que por un momento parecían las gaseosas e infernales cabelleras de la bestia.


El viejo se sacó su tokapu, el grueso y caro cinturón con signos de distinción, y lo alzó con sus dos manos con la intención aparente que el maquinista supiera quién era: sangre real de la dinastía Alto Cuzco, linaje divino de los hijos del Sol. Aunque ya había pasado la época en que suponía un tabú matar a alguien de ese linaje, todavía existían quienes conservaban las viejas tradiciones. Pero la distancia a la que se encontraba el tren volvía imposible la lectura de los signos del tokapu, incluso para la vista más aguda. Cuando el Jefe de Centinelas se aproximó más, se dio cuenta que el viejo no tenía la intención que el maquinista lo identificara. Estaba gritando algo. Le pedía a su padre divino acabar con el tren lanzando un haz de luz fulgurante. Confiaba en un milagro de los que aparecen en las tradiciones religiosas. Los prodigios celestiales narrados en viejos mitos y tradiciones eran abundantes, sobre todo en las historias de las invasiones de europeos y turcos. Los Señores de Arriba salvaban a último minuto a aquellos que mostraban mayor arrojo y valor: los convertían en personajes de sólida roca, los hacían invisibles, o legiones de criaturas del Hananpacha bajaban del firmamento para devorar a sus enemigos. El viejo confió en un milagro hasta el final.


Con el frontis todavía manchado de sangre, el tren se detuvo en la estación central de Chaclacayo, construida cerca del aún impresionante y bien conservado Palacio de Invierno de Ñahui. Los sirvientes mitimaes no tuvieron el tiempo suficiente para limpiar la maquinaria, porque repentinamente en los andenes apareció Cahuide Wancarima Braganza, Soberano de los Wanca, los Pachacamac, los Huamanga, los Chinchas y los Huarmey, cabeza de estado del Reino Antisuyo. Su túnica de seda china estaba teñida de un rojo imposible bajo la cual se encontraban telas con los intrincados tejidos de simbología anterior al conocimiento de la escritura. Dos enormes orejeras de oro con incrustaciones de piedras preciosas, eran sus únicas joyas, así como el símbolo de quienes detentaban el poder en Antisuyo. Estaba de pie, calzado con simples sandalias porque Cahuide tenía una pésima opinión de otros Soberanos vecinos que gustaban de andar en litera, como el Rey de Tucumán o el Sapa Inca de Quito. Las noticias del incidente en las orillas del río Hablador, en Pachacamac, llegaron a sus oídos antes que el mismo tren por intermedio de los espejos telégrafos del Jefe de Centinelas. Para sorpresa de la comitiva que lo acompañaba, bajó de los andenes a las vías mismas del tren. Los sirvientes mitimaes se hicieron a un lado y con la cabeza hicieron una profunda y temerosa venia de respeto y lentamente se retiraron de allí, como si Cahuide poseyera un aura de varios metros de radio que los estuviera dañando o torturando.


Cahuide pasó un dedo por la superficie de la maquinaria, untándolo en sangre, y lo elevó al cielo. Un momento de estupor y extrañeza invadió a todos los presentes. La corte de los ministros de Cahuide, todos con las enormes orejas deformadas desde la infancia como símbolo de estatus, las esposas del Soberano, los soldados de capas rojas, los centinelas, los asistentes casuales de la estación y los omnipresentes mitimaes, se quedaron mirando al Soberano congelados por la brisa glacial de lo inesperado. La voz del noveno heredero de su dinastía cayó en el silencio y parecía hacer ondas como la piedra en un estanque.


-Esta es sangre de los del Sol, de quienes las leyendas cuentan que fueron tocados por la divinidad para gobernar. Son quienes aún hoy, a pesar de nuestras leyes, gozan de reconocimientos y privilegios especiales. Pero hoy una máquina construida por un Wancarima pudo más que las mil plegarias y el poder divino de un supuesto heredero de los Señores de Arriba. Que los escribas registren esto: el momento en que el linaje prohibido de los del Sol apareció por última vez para apagarse definitivamente. Los estómagos que comen carbón y los corazones que bombean vapor no creen en leyendas, solo en leyes divinas. No se detienen sino ante el verdadero Soberano, ante el poder de los elegidos para gobernar. El arte de las máquinas es el secreto de los Señores Hananpacha, no el linaje ni la sangre de una raza especial.


Cahuide se disponía a salir de las vías y subir de los andenes, cuando una figura sollozante salió del interior del tren hacia él. Era el maquinista, con el rostro desencajado, totalmente negro por el carbón, casi como un demonio salido de las fauces de un monstruo. Llevaba en su mano una pesada pala, pero ante la sorpresa del soberano, se movió rápidamente para asestarle con ella un contundente golpe en la cabeza.


- Sangre por sangre. Sangre por sangre. Padre Sol perdóname. Padre Sol perdóname. Que la sangre de un Wancarima lave mis crímenes, Padre Sol.


El maquinista fue detenido rápidamente, mientras lloraba, gritaba y se movía como un frenético. Cahuide Wancarima Braganza falleció tres días después, a pesar de los esfuerzos de los cirujanos y chamanes de Antisuyo. Su ataúd fue llevado a los funerales de Estado a bordo de su amado tren. Como parte de su última voluntad, el mismísimo inventor del ferrocarril, Vladimir Voroznizevh, asistió al funeral en Pachacamac, un nublado día de Agosto en el año 1983 del calendario cristiano.

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Andrés Francisco Paredes Salgado Editor y guionista ("entre mis trabajos de guión, está el de un largo animado aún no producido y varios trabajos para Discovery Channel Latinoamérica"). Actualmente trabaja en Canal 7 como postproductor. Estudiante de Ciencia Política y aficionado a la historia. Conduce el blog "Océano de Mercurio".

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